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UNA HORITA CORTA. PARTO GEMELAR EN CASA

Actualizado: 15 ene 2020



Le contaba a Miriam Bugaball por teléfono cómo había sido mi parto, lo feliz que era y lo orgullosa que me sentía por haber traído a mis hijos al mundo como Dios manda. Miriam no entendía cómo la gente nos desea que el parto sea “una horita corta”. Tener a mis hijos en casa me ha llevado, además de las siete horas de trabajo de parto, dos años y medio de preparación. ¿Y las maravillosas horas, semanas y meses de postparto que estoy viviendo? Qué triste sería si yo pudiera reducir todo lo vivido a una cosa de un rato. De ninguna manera quisiera que mi parto hubiera durado “una horita corta”.


Me ha dolido mucho, muchísimo. Yo esperaba que fuera un parto indoloro, dulce, y ha sido doloroso y animal. Pero por nada del mundo lo cambiaría por un “buen parto hospitalario con su epidural”. Y eso que os juro que durante unas horas bendije a la médica que la inventó y me arrepentí de las muchas veces que, en mi interior, juzgué como flojas a las mujeres que la pedían.


Ha sido un largo camino que empezó tomando las riendas de mi embarazo, intentando llenarlo de paz y alejarme lo más posible de cualquier contacto que me perjudicase, empezando por visitar las consultas médicas lo menos posible. Como dice Elisabeth Noble en su libro Having Twins igual que existe el efecto placebo existe el efecto “nocebo”, que es el que sufren muchas embarazadas que medicalizan su embarazo de principio a fin. Buscando tranquilidad, salen de cada consulta con nuevos y más profundos miedos, con mayor y mayor renuncia a su autonomía. No me hice más pruebas que una ecografía en el quinto mes, cuando supe que iba a tener gemelos, y otra de complacencia con Enrique Lebrero. Eso no quiere decir que no haya controlado mi embarazo. Al revés, lo he cuidado muchísimo pero prestando atención a mi alimentación, haciendo ejercicio y descansando. Me parece mucho más importante evitar complicaciones que buscarlas, que es lo que se hace en las consultas ginecológicas.


En España el 50 % de los embarazos gemelares acaban en cesárea y sólo el 14 % en Holanda. Figuraos cuántas papeletas gratis se reparten en este país para desgraciarnos el nacimiento de los hijos. Y si eres madre de gemelos, doble suerte. ¿Por qué? Porque sí, cualquier excusa vale. Si cada niño es una nueva amenaza para el ginecólogo, dos niños dos amenazas. Dan ganas de salir corriendo, ¿no? Pues eso me dije: "corre, Francisca, corre". Al principio, el hecho de que no hubiera nadie diciéndome lo que tenía que hacer, citándome tal día a tal hora, aprobándome o bien regañándome por si había cogido peso o no me pareció irreal. ¡Cuánta libertad! Sentí el mismo placer y el mismo hormigueo que la adolescente que por primera vez en su vida desafía la autoridad del padre. Luego, acostumbrada a tomar mis propias decisiones, fui rechazando una a una la mayoría de las pruebas habituales.


Visité la clínica Acuario y me pareció lo mejor. Enrique nos trató maravillosamente tanto a nosotros como a otras dos parejas conocidas con las que coincidimos allí. Sin embargo, y pareciéndome Acuario el mejor sitio para parir (después de mi propia casa), decidí dar un paso más en el uso de mi nueva libertad y parir en el lugar en donde yo realmente me sentía más segura y donde quería que naciesen mis hijos: en su hogar. ¿Por qué renunciar a ello? Hacerlo sería una forma de dejarme condicionar por la maldición médica, por algo ajeno a mí y a mis hijos, un problema de los ginecólogos, de los demás.

Me puse de parto a la una y veinte de la madrugada. Esa tarde tropecé en la calle y casi me caigo de bruces contra el suelo. Sentí mi inmensa tripa moverse violentamente de un lado a otro y me asusté. Me vio un vecino amigo y nos quedamos mirándonos en silencio. Me preguntó si estaba bien y le dije que me había asustado mucho. “Y yo también”, me dijo. "¿Puedo ayudarte?". Con el susto en el cuerpo, intentando tranquilizarme, le alargué la bolsa de la basura. Se la llevó sin rechistar hacia los contenedores y yo me subí a mi taxi. Ese día mi marido y yo fuimos a un balneario urbano, comimos en un restaurante y luego paseamos por Madrid. Demasiado movimiento para mis cinco kilos de bebé, cuatro litros de líquido amniótico y kilo y medio de placenta.


Me desperté súbitamente y, nada más bajar de la cama, rompí aguas. Junto con el líquido amniótico salió mucha sangre que empapó el pijama y chorreó por mis piernas. Me asusté mucho. Me quité el pijama y lo usé para recoger la sangre del suelo. Lo puse en una bolsa de basura junto con las bragas para esconderlo, no quería que mi marido viera aquello. Yo tampoco quería verlo. Después me duché y me puse una compresa. Cada vez salía menos sangre pero no dejaban de temblarme las piernas pensando que aquello podía significar desprendimiento de placenta o cualquier cosa peor. Me acordé de Mariajo y de Halimah, que se fueron pitando al hospital por un sangrado. Sin embargo, en ninguno de los dos casos pasó nada. Recordé las palabras de una matrona: sangrar un poco es normal, la sangre puede venir del cérvix, pero si sangras a cucharadas, entonces hay que marcharse pitando al hospital. ¿Cucharadas soperas o de café? ¿Cuántas cucharadas? Aquello eran muchos cucharones soperos, pero aun así prefería que me viera Juanjo antes de hacer nada.


Le dije a mi marido que había roto aguas disimulando una sonrisa y llamé a Juanjo hecha un manojo de nervios. Apenas dos timbrazos de móvil y su voz tranquila y cálida me preguntó si quería que fuese. No debió de tardar más de cuarenta minutos en llegar. Lo primero que miró fue el sangrado y le pareció normal. La verdad es que para entonces la hemorragia se había cortado y apenas manchaba. Pensé que quizás la sangre se había acumulado al estar recostada y al levantarme cayó de golpe y eso hizo que pareciera un sangrado grande. Juanjo escuchó los corazones de mis bebés: latían con fuerza durante las contracciones, que ya eran regulares y cada pocos minutos. Estaban estupendos. ¡Qué alegría! ¡Qué descanso! Juanjo dijo que era el momento de tomar decisiones, de decidir si quería parir en casa o en el hospital. ¿Hospital? ¿Qué hospital? Si mis bebés estaban bien eso era todo lo que yo necesitaba saber. ¡A la mierda el hospital!


Me sentía feliz y llena de energía. Juanjo me exploró: tenía dos centímetros dilatados y el cuello centrado y borrado. Pensaba que pariría en unas cinco horas. Juanjo y mi marido se echaron un rato a descansar y yo me puse a preparar la ropa para los bebés: toallas, plásticos, y todo lo que pensé que podría necesitar para el parto. Había elegido la habitación abuhardillada de la planta de arriba de mi casa para parir, así que me pasé una hora subiendo y bajando las escaleras y sintiendo cómo las contracciones se hacían más y más poderosas cada vez. Ya apenas me daba tiempo a hacer nada entre ellas y tenía que detenerme para respirar porque era como si mi útero consumiera con su trabajo todo el oxígeno que circulaba por mi cuerpo.


Qué placer, cuánto había deseado sentir aquellas contracciones. Era increíble cómo trabajaba el cuerpo, con qué regularidad, con qué sistema. Hice compota de manzana y subí a mandaros un mensajito. Estaba tan emocionada que no podía dejar de anunciar que el parto había empezado, quería compartirlo con vosotras. ¡Qué noche tan mágica! Sentí deseos de salir a la calle, había una temperatura estupenda y un cielo precioso. Pero no me atreví. ¡Qué tonta! Seguro que había algún motivo por el que mi instinto me impulsaba a salir de casa.


Llamé a Montse Cob, profesora de yoga y doula que había querido estar en el parto. Dudé mucho entre decirle que sí o que no, pues quería intimidad e imaginé que no me gustaría tener muchas personas alrededor. ¡Menos mal que dije que sí! Montse se presentó enseguida, fresca como una lechuga a pesar de ser las tres de la madrugada, llena de optimismo y energía positiva. Me dijo que hacía una noche preciosa y que yo estaba muy guapa. La recuerdo sonriendo casi todo el tiempo o al menos yo sentía una sonrisa en ella. Fue una presencia dulce, amiga, cálida. Me sentí muy unida a ella a pesar de que apenas habíamos tenido tiempo de conocernos. Montse me traía infusiones, agua, me daba masajes en la espalda, y se ocupaba de toda la logística, como encontrar esto o aquello en una casa extraña para ella.


Cuando las contracciones se hicieron dolorosas me prepararon una bañera de agua muy caliente y realmente fue un alivio. Montse, Juanjo y Jorge permanecieron mucho tiempo alrededor de la bañera, echándome agua y hablándome. Me gustaba mucho charlar con ellos entre contracción y contracción. Era la gloria. A las cinco horas de comenzar el parto el dolor empezó a ser insoportable y quise gemir y sacarlo de mí. Todos me animaron y recuerdo haber hecho muchos “oms” con Montse, como cuando la conocí en clase de yoga para el parto. La dinámica de las contracciones era muy buena, decía Juanjo. Eso me sonó bien y me sonó a rayos al mismo tiempo. Bien porque el parto avanzaba estupendamente, a rayos porque las contracciones ya no me daban descanso, ocurrían cada minuto, y hubiera querido una dinámica “menos buena”.


Las últimas tres horas de dilatación fueron muy duras. Era un alivio poder gemir y quejarme, estar rodeada de amigos pendientes de mis deseos. Pensé en todas las mujeres que parían en hospitales, que en ese momento estaban pariendo en una sala aséptica, tumbadas boca arriba, sin poder moverse, sin poder beber, sin poder gritar... Yo, que sentía un dolor tan inmenso, me figuré parir así como la más horripilante de las torturas y casi quise llorar por todas ellas. Salí del agua, me acordé de Jesús, que contaba que a veces los partos se detenían por permanecer demasiado tiempo en agua caliente. Fue un error, aquello no lo paraba nadie.


Nada que yo hiciera podía detener a mi cuerpo. ¡Ojalá hubiera podido parar un poco! Ya apenas tenía tiempo para hablar con mis amigos. Así les sentí a todos. Ni comadrona, ni doula, ni marido: eran amigos. Pensé que querría estar sola durante el parto y me ocurrió todo lo contrario, necesitaba estar acompañada cada segundo. Estaba en mi mundo y en ese mundo nadie podía ayudarme, tenía que hacerlo yo, el dolor era mío, pero siempre supe que “allá fuera” estaban ellos, esperando, acompañándome.


Casi toda la dilatación la pasé tumbada sobre el costado izquierdo, con un cojín entre las piernas. Los dos bebés estaban colocados en posterior, así que ya sabía que no iba a ser el parto dulce que yo esperaba. Estaba muy resignada a que me doliera, lo sabía por Andrea, por Cristina, por Rebeca. También el parto de Montse había sido en posterior. Le pregunté si le había dolido mucho. En realidad quería expresar mi incredulidad respecto a que a alguien en el planeta tierra pudiera dolerle algo tanto como a mí me estaba doliendo dar a luz.


Me consoló saber que el parto de Montse había sido difícil y muy doloroso y, aunque finalmente el bebé nació naturalmente, hubo que trasladarla a un hospital. Había una gran solidaridad en ella. Ni Juanjo ni por supuesto mi marido habían sentido en sus carnes lo que yo estaba sintiendo. Montse, sí.


Pedí que me prepararan otra bañera y me metí dentro. Esta vez apenas sentí ningún consuelo, sólo me quedaba gemir y gemir. Montse me trajo una infusión de poleo con miel que tomé con pajita, ya que no podía incorporarme. Debí pasar así una hora más y Juanjo me exploró. Ya estaba en dilatación completa. ¡Qué alivio! ¡Qué poco faltaba ya para ver a mis hijos! Juanjo me dijo que si quería “podía ir empujando”. ¿Empujando? "No tengo ganas", dije. "¿Qué hago? ¿La respiración bloqueada?". "Empuja como quieras", contestó Juanjo. Llené los pulmones de aire y contuve la respiración para que el aire empujara el útero hacia abajo. Era una tontería, no me salía, el cuerpo no me lo pedía. Aunque quería que llegase el expulsivo si no tenía ganas no pensaba empujar.

Yo no vi nacer a mi hija, me pusieron un trapo sobre las rodillas y ella apareció por encima, como asoma un títere por encima de los faldones del teatrillo. No podía imaginarme cómo iban a salir mis hijos de mi vagina. Tenía que visualizarlo pero no podía. Metí los dedos en mi vagina para intentar tocar la cabeza de mi hijo, sentir que era verdad, que estaba ocurriendo, que iba a salir por ahí. Pero mis dedos no alcanzaban la cabeza, eso no iba a funcionar. Sabía que en ese momento más que nunca tenía que “creer” en el parto, convencerme y convencer a mi cuerpo de que mis hijos saldrían por donde tenían que salir. Cada mujer ha de usar sus propios recursos, buscar dentro de sí misma y olvidar lo que dicen los libros. Empecé a llamar por su nombre, en voz alta, al primero de mis hijos, pidiéndole por favor que viniese conmigo.


Entonces me cubrí de un sudor frío y me sentí perdida, ida. El dolor era tan intenso que pensé que no iba a aguantarlo mucho más. Se extendió por todo el cuerpo y pensé que tenía fiebre. Debía moverme pero no sabía cómo. Me puse a cuatro patas pero el dolor era el mismo, llamé a mi marido y me apoyé en él. No, no podía moverme, era peor. Juanjo y Montse insistieron en que aquello “había que moverlo”, así que con mucho esfuerzo me pusieron de pie e hicieron que dibujara ochos con la cadera apoyada en ellos. Tenían que sujetarme los tres. Hice gestos para que me sentaran en un sillón grande que hay en la habitación y lo manché todo de sangre. Había visto a muchas mujeres parir así, recostadas en un sillón o sobre un marido-sillón. Pero no, no pasaba nada, sólo más sudor frío y un dolor insuperable, aplastante. Por él supe que aquello no iba a durar mucho más, porque si duraba mucho más simplemente me desmayaría. Metí mis manos en la vagina y fue como meterlas en un cubo de cola de empapelar: chorreaba gelatina y eso también era un signo de que el expulsivo era inminente.


Decidí sentarme en la silla de partos, más que pensando que mis hijos iban a nacer ya, para “llamarlos”, para “forzar al cuerpo”, para “crear la situación”. Y funcionó, porque apenas me senté se me fue definitivamente la cabeza y empecé a gemir con desesperación, de una forma muy animal, totalmente entregada al cuerpo.


De repente sucedió, una fuerza irresistible, como una ola que te arroja contra las rocas, hizo que la cabeza de mi hijo descendiera por mi vagina. Grité con todas mis fuerzas y cuando pude abrir los ojos vi en el espejo de enfrente mi vulva abierta como una puerta y una cabecita de color gris asomando. No vi nada más hasta que nació mi hijo, porque inmediatamente siguieron dos contracciones brutales, inmensas y el “anillo de fuego”. Cerré los ojos y las pasé berreando colgada del cuello de mi marido mientras Montse me decía que no empujase, que recordase mi periné. ¡Mi periné! En ese momento mi útero había tomado las riendas de mi cuerpo y yo no tenía ningún poder sobre las contracciones. La fuerza de las olas es imparable, sólo puedes dejarte llevar o luchar.


Pero la lucha es inútil, decirme que cuidase mi periné me sonó como si le dijesen a alguien que es lanzado contra las rocas por una ola gigante que ponga cuidado en no lastimarse el cutis cuando choque. Esos movimientos de mi interior eran como si un aspirador gigante tirase de mi bebé hacia fuera y arrastrase consigo mi útero y todo mi ser. Fue algo totalmente involuntario y tan poderoso que no había nada que yo pudiera hacer.


Cuando noté el “anillo de fuego”, esa abrasión del periné en donde se producen o no se producen los desgarros, sentí pequeños arañazos y raspaduras en mi periné y recordé que en ese momento las mujeres desean poner sus manos justo allí. Tampoco pude probar esto porque cuando la marea te lleva no puedes elegir dónde poner las manos. Simplemente, sucedió. Las olas, en su retirada, me restregaban contra las piedrecillas de la orilla. Y no, no me había muerto en el choque. Al tercer pujo mi hijo nació. Me dijeron “aquí está tu hijo”. Entonces abrí los ojos, miré hacia abajo, y vi un bebé regordete de espaldas a mí, boca abajo, sobre las manos de Juanjo.


Era húmedo y caliente, como todo lo que está muy vivo. Me miró a los ojos profundamente para sacarme de mi incredulidad. Debimos estar así, mirándonos, los cinco minutos que tardé en sentir que se avecinaba otra contracción. Dije "¡tomad!" para que me cogieran al bebé a toda prisa y me agarré otra vez a mi marido.


Otros dos gritos y mi segundo hijo, Nicolás, nació. Tampoco esta vez le vi salir de mí. La expulsión fue tan rápida e intensa que sólo pude gritar y cerrar los ojos. Me lamenté por ello, pero Montse me consoló diciéndome que lo había visto “con el cuerpo”. Sí, eso era cierto, todo mi cuerpo había sentido cómo mis hijos nacían. ¡Que bonito pensamiento! Mejor sentir con el cuerpo que con los ojos. Verlo con los ojos y con una epidural es como ver algo que sucede en el cine, algo que le pasa a otra. Estoy muy contenta de haber tenido a Montse a mi lado. Una doula es una mujer que siempre tiene la palabra justa para decirle a la parturienta, una palabra sanadora y consoladora. Una buena doula, como Montse, es una mujer sabia y valiente que se compadece de la mujer, que la acompaña, que la sostiene, que le recuerda el sentido del dolor y le permite expresarlo y sentirse orgullosa de lo que está haciendo. Gracias a Montse supe que no tenía que estar triste porque había visto a mis hijos nacer con mi ser más profundo.


Finalmente los niños se habían colocado en anterior para nacer y todo había sido perfecto, mi periné estaba intacto y sólo tenía un pequeño corte en los labios que se arreglaba con dos puntos. No quise que Juanjo me cosiera. El corte estaba justo en el lugar en el que me cerraron la vagina de más tras la episiotomía anterior.


Dos puntos eran los puntos extra que me habían dado para “dejarme virgen” y “dar gusto a tu marido”, como dijo la médica tras el parto de mi primera hija, en el horrible Hospital de Móstoles. Ese corte era la reparación de aquella vejación, así que estaba bien como estaba, ya sanaría solo y de la mejor forma para mí. Además, lo último que quería en aquel momento era oír hablar de puntos y agujas. Juanjo insistió, con razón, pero se encontró a una cabezota irreductible.


En ningún momento durante el parto sentí miedo o pensé que algo malo podía pasarle a mis hijos. Les oí llorar y sabía que estaban bien, los abracé y me parecieron los seres más perfectos del universo. Los cordones umbilicales de mis niños eran muy cortos y no pude subirles más allá de mi ingle ni ponerles al pecho. Juanjo los cortó en cuanto dejaron de latir.


Apenas disfruté de unos minutos mirándoles cuando Montse y mi marido tuvieron que cogerles de nuevo porque sentí unas contracciones fortísimas. Como dijo Juanjo “ahora hay que alumbrar”. Me sonó raro lo de “hay que”, como si fuera un trabajo o algo que había que hacer conscientemente. ¡Pero si las placentas resbalaban solas! Yo lo vi en muchos vídeos de partos ¿Es que había que hacer algo especial? Las contracciones eran seguidas y terriblemente dolorosas. ¿Qué era aquello? ¿Qué estaba pasando? Me sorprendió de nuevo un dolor insoportable y sin descanso entre contracciones. Me llevé las manos a la cabeza y me tiré del pelo muchas veces y estuve hora y media retorciéndome y mordiendo la almohada. Grité preguntando a Juanjo: "¿Qué es esto? ¿Qué es este dolor? ¿Por qué tiene que dolerme ahora? Es injusto, quiero estar con mis hijos”. Repetí muchas veces que era un dolor injusto. Estaba muy enfadada. Me sentía “abusada por la naturaleza”. Mis hijos habían nacido, yo había “hecho mi parte”, había pagado el precio, había sufrido, había soportado mi dolor con dignidad ¿Por qué más dolor ahora? ¿Qué necesidad había de aquello?


Tanto hablar del parto y no sabía que alumbrar podía ser doloroso. No tenía ni idea, en esos vídeos que vi las placentas se resbalaban dulcemente mientras la parturienta miraba a su bebé extasiada, sin enterarse. Si lo hubiera sabido quizás hubiera asumido mejor ese dolor. Fue la peor parte del parto. Las placentas no salían y Juanjo dijo que si no hacía pis tendría que sondarme. Casi pego un respingo a pesar de mi estado, porque eso de sondar me recordó al hospital y de ninguna manera quería tubos ni tijeras en mi parto. Con mucho esfuerzo llegué al baño e hice pis. Inmediatamente las placentas, de kilo y medio de peso en total, salieron de mi vagina resbalando como peces. Ese fue el final. No más dolor. No tuve entuertos, sentía el útero moverse cuando los niños mamaban pero sin ninguna molestia. Me pareció interesante observar cómo esta bola dura se movía como un ser vivo arriba y abajo por mi tripa. Lo tomé como una experiencia científica. Ese dolor “de los entuertos”, para el que sí estaba preparada, no vino. El mundo del revés.


Como mi tensión era muy baja, 6/3, tuve que quedarme tumbada en el suelo del cuarto de baño. Intentaron levantarme varias veces pero me mareaba y sentía una angustia de muerte. Así, tumbada en el suelo, estaba en la gloria y sonreía a Juanjo sin parar. Él se sentó a mis pies y me los sujetó en alto, dándome un masaje. Ya estaba, había parido a mis hijos, estaban en el mundo, esperando a que su mamá les abrazara. Lo de la tensión no tenía ninguna importancia para mí, soy bajotensa y le dije a Juanjo que no se preocupara. No paré de hablar todo el rato para que supieran que estaba bien. Pregunté tímidamente si podía tomar café y Juanjo “me recetó” dos. Fue tomarme el cafecito y una sopa de mijo y sentirme Superwoman. Entonces entró Ibone en la habitación con los churros que le había pedido y nos abrazamos.


Todas vosotras entrasteis por la puerta con ella y me eché a llorar. ¡Lo habíamos conseguido! Ibone puede decir bien alto que ella, más que nadie, ha parido. Ha parido dos gemelos que se llaman Miguel y Nicolás, ha velado su gestación y los ha incubado en su pecho, y ha cuidado de ellos y de mí misma como una madre. Juanjo me contó que él siempre llora en los partos. Más tarde o más temprano, siempre hay un momento en que la emoción embarga a todos los presentes. Sin embargo, en mi parto, ese momento no llegaba. Cuando entró Ibone se echó a llorar, ese era “el momento”.

Nunca antes había sentido así el calor de la tribu. Mi tribu, que habéis sido todas vosotras y mis amigas de la sierra: Mercedes, Nati, Raquel, Esther, Paloma, Rebeca, Halimah (a las que conocí, por cierto, a través de Apoyocesáreas) me ha ayudado, acompañado, protegido y mimado cuando estaba embarazada y cuando he dado a luz, y después ha cuidado a mis crías como si fueran de la comunidad. Eso es lo que he sentido compartiendo mi embarazo con vosotras, cuando Nati me ponía acupuntura para quedarme embarazada (¡y con qué éxito!), cuando Juanjo me dijo que sí, que me atendía los gemelos, cuando Enrique me ayudó a saldar cuentas con el pasado, cuando Isabel me trajo sus guisos y me dio de comer, cuando Ibone e Isabel incubaban a mis hijos en su pecho, cuando Mercedes me prestó su camisón de amamantar...


Después de parir, y durante todo el mes siguiente, tuve la sensación de estar colocada. Recuerdo mi primer paseo en solitario, a los tres días de dar a luz. Todo el pueblo estaba nevado y hacía un sol espectacular. Las montañas estaban preciosas. Yo no me podía creer estar así, una mañana tan bonita, recién parida y caminando. Respirar aire puro mientras disfrutaba del paisaje y los recuerdos de lo que acababa de vivir hacía que me sonriera pensando en el aire corrupto y el ambiente cerrado que estaría respirando ahora de haber parido en un hospital.


Disfrutaba pensando que, al volver a casa, me estaban esperando dos bebés preciosos que no habían sufrido ni un pinchazo, que no habían sido tocados por ningún extraño, que habían nacido en el mismo lugar cálido y seguro en el que fueron concebidos. En mi anterior parto (hospitalario) no pude ponerme de pie hasta quince días después, y dos meses más tarde aún caminaba con dificultad. Estaba muy traumatizada, extenuada, llena de ira. Ahora estaba aquí, como una rosa, paseando por mi pueblo y con un subidón de endorfinas que me hacía flotar. Drogas gratis durante días y días y con el único efecto secundario de enamorarte ciegamente de tus bebés. ¡Sí, por favor! Eso y mucho más es lo que nos perdemos con la epidural. En mi caso creo que, al ser dos, la naturaleza me hizo una oferta especial de ración doble y por eso me sentía tan-tan-eufórica. Nunca probé la heroína, pero esto debe enganchar lo mismo, porque ha sido parir, con todo lo que me ha dolido, y sin embargo repetiría mil veces.


Ibone fue muy importante para mis hijos porque les organizó en casa el·"Servicio de Neonatología Mejor-del-mundo". Aunque respiraban muy bien y estaban sanos, eran pequeñitos y habían nacido en la semana 36, así que necesitaban un montón de teta y calor materno día y noche. Al haber estado unas horas separados de mí mientras expulsaba la placenta y recuperaba la tensión se habían quedado un poco fríos y empezaban a tomar un color azulado. Ibone hizo que les quitásemos la ropita y permaneciesen piel con piel en todo momento. Como estaban adormilados y el pezón era muy grande para ellos la succión era difícil, así que Ibone me exprimió el pezón para extraer unas gotitas de calostro y hacer que cayeran en sus bocas. Después nos quedamos los tres descansando y al despertar de la siesta tenían un color precioso y mamaban a placer.


En las dos primeras semanas que siguieron al parto, Ibone e Isabel se turnaron y siempre tenía a mi lado a una de ellas ayudándome a incubar a los bebés. Se los ponían sobre el pecho, piel con piel, y les “cangurizaban”. Qué bien lo pasamos, yo charlando con Ibone e Isabel y disfrutando de su compañía y mis hijos recibiendo toneladas de amor y calor.

Era divertido hacer recuento de las mil perrerías que a esas alturas nos hubieran hecho a los bebés y a mí de haber asomado la nariz por un hospital. Para empezar, tenía un montón de papeletas para que me hubieran hecho una cesárea, y a partir de ahí, ya sabéis: mis hijos a la incubadora no se sabe cuánto tiempo, biberones de suero glucosado, problemas respiratorios, alguna infección hospitalaria... En fin, la cadena típica. Caso de haber parido vaginalmente, desde luego que me hubieran hecho sufrir el doble y muy probablemente hubiera acabado pidiendo una epidural y perdiéndome todas esas maravillosas endorfinas. Por supuesto me hubieran puesto anestesia total para extraer la placenta y no hubiera estado con mis hijos hasta quién sabe cuánto tiempo después. Todas las madres de gemelos con las que me he topado hasta ahora han tenido cesárea, salvo una chica que me llamó y tuvo parto vaginal inducido a la semana 38. Aunque decía que “todo había ido bien”, se echó a llorar antes de poder decir estas palabras. Desde luego ella no estaba flotando en endorfinas como yo.


Parir es algo muy impactante. Yo me quedé en estado de shock muchas horas después pensando en todo lo ocurrido. Algunas cosas fueron distintas a como yo las había imaginado. Por ejemplo, yo pensé que querría intimidad e incluso parir sin asistencia y sin embargo cuando llegó el momento me encantó estar con Juanjo y Montse. Pensé que filmar el parto sería un sacrificio “por la causa” y sin embargo ahora lamento no tener imágenes de todo el proceso. Pensé que me dolería muy poco y me dolió muchísimo...


Sobre el dolor, quiero decir que si bien estoy de acuerdo en que el miedo, la tensión y la ignorancia hacen que aumente, no estoy de acuerdo en que sea solo una “construcción cultural”. Parir duele y nadie sabe por qué. Sí, hay mujeres afortunadas a las que parir les duele muy poco o nada, pero creo que hay pocas experiencias tan humanas y universales, tan “reales” como el dolor en el parto. Yo iba totalmente convencida de que mi parto sería casi indoloro y recibí una lección de humildad. Siento que idealizar el dolor, intelectualizar sus causas y achacarlo a una herencia cultural son una simplificación y una forma sofisticada de negación igual a la que se extiende en casi todos los ámbitos de la vida. Unos niegan la existencia del dolor con drogas y otros lo negamos sugiriendo que el dolor es, en realidad, cuestión de mentalizarse. Y una porra. Nunca más contribuiré a restarle mérito al dolor en el parto.


Recuerdo que cuando más me dolía me acordé de la escena en que cuelgan por las tetillas al protagonista de Un hombre llamado caballo. Pensé que los varones se han pasado la vida entera de la humanidad inventando ritos dolorosos por pura envidia de lo que nos ocurre a las mujeres al convertirnos en madres. Tras pasar por torturas y peligros que varían de pueblo en pueblo, los jóvenes se transforman triunfalmente en hombres, alcanzan un estado superior y se ganan el respeto de la tribu. Estos ritos ya los inventó la naturaleza para nosotras, pero con el premio más glorioso de todos: tener hijos. ¡Qué feliz soy de ser mujer, de poder gestar, parir y amamantar preciosos niños!


Antes incluso de quedarme embarazada tuve que curar mis heridas, recomponer la relación con mi marido, pasar por un aborto en el que creo que tuvo mucho que ver el trauma por el parto de mi hija mayor. Era consciente de lo importante que era vivir mi embarazo con felicidad y afrontar que el resultado final no estaba totalmente en mi mano, que podía acabar en una cesárea... Sólo cuando acepté esto me llegó la paz. Comprendí que parir como yo quería era una apuesta en la que yo jugaba mis cartas, pero el azar también.


Durante dos años he vivido la experiencia de dos amigas queridas de la lista cuyos partos no fueron como ellas deseaban a pesar de tanto trabajo y tanta preparación, que se merecían más que nadie cumplir su sueño. He aprendido de su experiencia como una parásita y después de parir he llorado por ellas. He llorado abrazada a Ibone de agradecimiento y pena por sus cesáreas, por todo lo que les ha sido robado.


El nacimiento de mis hijos no ha sido una horita corta, está siendo la experiencia más larga, más profunda y con más sentido de toda mi vida. Mientras escribo esto mis hijos están en mi pecho, piel con piel, colocados cada uno al lado de una teta sobre cojines. Están dormidos, pero con sólo abrir la boca alcanzarán el pezón.


Suelto el teclado, colocado enfrente de mí, y puedo acariciar sus cuerpecitos calientes, dulces, sentir su respiración tranquila, oír los gimoteos y ruidillos que hacen mientras duermen. No puede haber mayor felicidad. Y los he parido yo. Ahora entiendo el por qué del dolor, y ¡Es tan poca cosa comparado con todo lo bueno que trae!


Este parto ha sido una experiencia sanadora, ya no odio a quienes me maltrataron a mi hija y a mí en el hospital. Sólo me dan pena. Porque no les gusta su trabajo, porque aunque quieran, no saben hacerlo bien. En la facultad sólo les enseñaron a atender partos como si se tratara de una patología, no les enseñaron a atender partos normales. De hecho, nunca vieron a una mujer parir por si sola, sin intervencionismo. ¿Y quién es el guapo y guapa que reconoce esto? Debe ser muy duro disimular día a día, esconder el miedo detrás de un montón de excusas pseudocientíficas, de prepotencia. Debe ser duro enfrentarse a como poco dos denuncias por mala praxis a lo largo de la vida profesional de uno y jugar día a día a ser Dios.


Compárese su situación con la de Juanjo, que sabe su oficio, que es respetuoso y se va a la cama tranquilo, que recibe toneladas de endorfinas, oxitocina y, en definitiva, afecto en cada parto y postparto que atiende, que hace amigos.


Todo esto se lo pierden los ginecólogos y ginecólogas que atienden los partos como se están atendiendo ahora. ¡Y sería tan fácil empezar a ver a las mujeres como amigas y no como enemigas!



El Escorial, 19 de marzo de 2005 Francisca Fernández Guillén

© Francisca Fernández Guillén. Si deseas reproducir total o parcialmente las imágenes o el texto de este relato, escríbeme por favor a francisca@franciscafernandezgillen.com para conseguir una autorización escrita.


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