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UNA HORITA CORTA. PARTO GEMELAR EN CASA

Actualizado: 15 ene 2020



Le contaba a Miriam Bugaball por teléfono cómo había sido mi parto, lo feliz que era y lo orgullosa que me sentía por haber traído a mis hijos al mundo como Dios manda. Miriam no entendía cómo la gente nos desea que el parto sea “una horita corta”. Tener a mis hijos en casa me ha llevado, además de las siete horas de trabajo de parto, dos años y medio de preparación. ¿Y las maravillosas horas, semanas y meses de postparto que estoy viviendo? Qué triste sería si yo pudiera reducir todo lo vivido a una cosa de un rato. De ninguna manera quisiera que mi parto hubiera durado “una horita corta”.


Me ha dolido mucho, muchísimo. Yo esperaba que fuera un parto indoloro, dulce, y ha sido doloroso y animal. Pero por nada del mundo lo cambiaría por un “buen parto hospitalario con su epidural”. Y eso que os juro que durante unas horas bendije a la médica que la inventó y me arrepentí de las muchas veces que, en mi interior, juzgué como flojas a las mujeres que la pedían.


Ha sido un largo camino que empezó tomando las riendas de mi embarazo, intentando llenarlo de paz y alejarme lo más posible de cualquier contacto que me perjudicase, empezando por visitar las consultas médicas lo menos posible. Como dice Elisabeth Noble en su libro Having Twins igual que existe el efecto placebo existe el efecto “nocebo”, que es el que sufren muchas embarazadas que medicalizan su embarazo de principio a fin. Buscando tranquilidad, salen de cada consulta con nuevos y más profundos miedos, con mayor y mayor renuncia a su autonomía. No me hice más pruebas que una ecografía en el quinto mes, cuando supe que iba a tener gemelos, y otra de complacencia con Enrique Lebrero. Eso no quiere decir que no haya controlado mi embarazo. Al revés, lo he cuidado muchísimo pero prestando atención a mi alimentación, haciendo ejercicio y descansando. Me parece mucho más importante evitar complicaciones que buscarlas, que es lo que se hace en las consultas ginecológicas.


En España el 50 % de los embarazos gemelares acaban en cesárea y sólo el 14 % en Holanda. Figuraos cuántas papeletas gratis se reparten en este país para desgraciarnos el nacimiento de los hijos. Y si eres madre de gemelos, doble suerte. ¿Por qué? Porque sí, cualquier excusa vale. Si cada niño es una nueva amenaza para el ginecólogo, dos niños dos amenazas. Dan ganas de salir corriendo, ¿no? Pues eso me dije: "corre, Francisca, corre". Al principio, el hecho de que no hubiera nadie diciéndome lo que tenía que hacer, citándome tal día a tal hora, aprobándome o bien regañándome por si había cogido peso o no me pareció irreal. ¡Cuánta libertad! Sentí el mismo placer y el mismo hormigueo que la adolescente que por primera vez en su vida desafía la autoridad del padre. Luego, acostumbrada a tomar mis propias decisiones, fui rechazando una a una la mayoría de las pruebas habituales.


Visité la clínica Acuario y me pareció lo mejor. Enrique nos trató maravillosamente tanto a nosotros como a otras dos parejas conocidas con las que coincidimos allí. Sin embargo, y pareciéndome Acuario el mejor sitio para parir (después de mi propia casa), decidí dar un paso más en el uso de mi nueva libertad y parir en el lugar en donde yo realmente me sentía más segura y donde quería que naciesen mis hijos: en su hogar. ¿Por qué renunciar a ello? Hacerlo sería una forma de dejarme condicionar por la maldición médica, por algo ajeno a mí y a mis hijos, un problema de los ginecólogos, de los demás.

Me puse de parto a la una y veinte de la madrugada. Esa tarde tropecé en la calle y casi me caigo de bruces contra el suelo. Sentí mi inmensa tripa moverse violentamente de un lado a otro y me asusté. Me vio un vecino amigo y nos quedamos mirándonos en silencio. Me preguntó si estaba bien y le dije que me había asustado mucho. “Y yo también”, me dijo. "¿Puedo ayudarte?". Con el susto en el cuerpo, intentando tranquilizarme, le alargué la bolsa de la basura. Se la llevó sin rechistar hacia los contenedores y yo me subí a mi taxi. Ese día mi marido y yo fuimos a un balneario urbano, comimos en un restaurante y luego paseamos por Madrid. Demasiado movimiento para mis cinco kilos de bebé, cuatro litros de líquido amniótico y kilo y medio de placenta.


Me desperté súbitamente y, nada más bajar de la cama, rompí aguas. Junto con el líquido amniótico salió mucha sangre que empapó el pijama y chorreó por mis piernas. Me asusté mucho. Me quité el pijama y lo usé para recoger la sangre del suelo. Lo puse en una bolsa de basura junto con las bragas para esconderlo, no quería que mi marido viera aquello. Yo tampoco quería verlo. Después me duché y me puse una compresa. Cada vez salía menos sangre pero no dejaban de temblarme las piernas pensando que aquello podía significar desprendimiento de placenta o cualquier cosa peor. Me acordé de Mariajo y de Halimah, que se fueron pitando al hospital por un sangrado. Sin embargo, en ninguno de los dos casos pasó nada. Recordé las palabras de una matrona: sangrar un poco es normal, la sangre puede venir del cérvix, pero si sangras a cucharadas, entonces hay que marcharse pitando al hospital. ¿Cucharadas soperas o de café? ¿Cuántas cucharadas? Aquello eran muchos cucharones soperos, pero aun así prefería que me viera Juanjo antes de hacer nada.


Le dije a mi marido que había roto aguas disimulando una sonrisa y llamé a Juanjo hecha un manojo de nervios. Apenas dos timbrazos de móvil y su voz tranquila y cálida me preguntó si quería que fuese. No debió de tardar más de cuarenta minutos en llegar. Lo primero que miró fue el sangrado y le pareció normal. La verdad es que para entonces la hemorragia se había cortado y apenas manchaba. Pensé que quizás la sangre se había acumulado al estar recostada y al levantarme cayó de golpe y eso hizo que pareciera un sangrado grande. Juanjo escuchó los corazones de mis bebés: latían con fuerza durante las contracciones, que ya eran regulares y cada pocos minutos. Estaban estupendos. ¡Qué alegría! ¡Qué descanso! Juanjo dijo que era el momento de tomar decisiones, de decidir si quería parir en casa o en el hospital. ¿Hospital? ¿Qué hospital? Si mis bebés estaban bien eso era todo lo que yo necesitaba saber. ¡A la mierda el hospital!


Me sentía feliz y llena de energía. Juanjo me exploró: tenía dos centímetros dilatados y el cuello centrado y borrado. Pensaba que pariría en unas cinco horas. Juanjo y mi marido se echaron un rato a descansar y yo me puse a preparar la ropa para los bebés: toallas, plásticos, y todo lo que pensé que podría necesitar para el parto. Había elegido la habitación abuhardillada de la planta de arriba de mi casa para parir, así que me pasé una hora subiendo y bajando las escaleras y sintiendo cómo las contracciones se hacían más y más poderosas cada vez. Ya apenas me daba tiempo a hacer nada entre ellas y tenía que detenerme para respirar porque era como si mi útero consumiera con su trabajo todo el oxígeno que circulaba por mi cuerpo.


Qué placer, cuánto había deseado sentir aquellas contracciones. Era increíble cómo trabajaba el cuerpo, con qué regularidad, con qué sistema. Hice compota de manzana y subí a mandaros un mensajito. Estaba tan emocionada que no podía dejar de anunciar que el parto había empezado, quería compartirlo con vosotras. ¡Qué noche tan mágica! Sentí deseos de salir a la calle, había una temperatura estupenda y un cielo precioso. Pero no me atreví. ¡Qué tonta! Seguro que había algún motivo por el que mi instinto me impulsaba a salir de casa.


Llamé a Montse Cob, profesora de yoga y doula que había querido estar en el parto. Dudé mucho entre decirle que sí o que no, pues quería intimidad e imaginé que no me gustaría tener muchas personas alrededor. ¡Menos mal que dije que sí! Montse se presentó enseguida, fresca como una lechuga a pesar de ser las tres de la madrugada, llena de optimismo y energía positiva. Me dijo que hacía una noche preciosa y que yo estaba muy guapa. La recuerdo sonriendo casi todo el tiempo o al menos yo sentía una sonrisa en ella. Fue una presencia dulce, amiga, cálida. Me sentí muy unida a ella a pesar de que apenas habíamos tenido tiempo de conocernos. Montse me traía infusiones, agua, me daba masajes en la espalda, y se ocupaba de toda la logística, como encontrar esto o aquello en una casa extraña para ella.


Cuando las contracciones se hicieron dolorosas me prepararon una bañera de agua muy caliente y realmente fue un alivio. Montse, Juanjo y Jorge permanecieron mucho tiempo alrededor de la bañera, echándome agua y hablándome. Me gustaba mucho charlar con ellos entre contracción y contracción. Era la gloria. A las cinco horas de comenzar el parto el dolor empezó a ser insoportable y quise gemir y sacarlo de mí. Todos me animaron y recuerdo haber hecho muchos “oms” con Montse, como cuando la conocí en clase de yoga para el parto. La dinámica de las contracciones era muy buena, decía Juanjo. Eso me sonó bien y me sonó a rayos al mismo tiempo. Bien porque el parto avanzaba estupendamente, a rayos porque las contracciones ya no me daban descanso, ocurrían cada minuto, y hubiera querido una dinámica “menos buena”.


Las últimas tres horas de dilatación fueron muy duras. Era un alivio poder gemir y quejarme, estar rodeada de amigos pendientes de mis deseos. Pensé en todas las mujeres que parían en hospitales, que en ese momento estaban pariendo en una sala aséptica, tumbadas boca arriba, sin poder moverse, sin poder beber, sin poder gritar... Yo, que sentía un dolor tan inmenso, me figuré parir así como la más horripilante de las torturas y casi quise llorar por todas ellas. Salí del agua, me acordé de Jesús, que contaba que a veces los partos se detenían por permanecer demasiado tiempo en agua caliente. Fue un error, aquello no lo paraba nadie.


Nada que yo hiciera podía detener a mi cuerpo. ¡Ojalá hubiera podido parar un poco! Ya apenas tenía tiempo para hablar con mis amigos. Así les sentí a todos. Ni comadrona, ni doula, ni marido: eran amigos. Pensé que querría estar sola durante el parto y me ocurrió todo lo contrario, necesitaba estar acompañada cada segundo. Estaba en mi mundo y en ese mundo nadie podía ayudarme, tenía que hacerlo yo, el dolor era mío, pero siempre supe que “allá fuera” estaban ellos, esperando, acompañándome.


Casi toda la dilatación la pasé tumbada sobre el costado izquierdo, con un cojín entre las piernas. Los dos bebés estaban colocados en posterior, así que ya sabía que no iba a ser el parto dulce que yo esperaba. Estaba muy resignada a que me doliera, lo sabía por Andrea, por Cristina, por Rebeca. También el parto de Montse había sido en posterior. Le pregunté si le había dolido mucho. En realidad quería expresar mi incredulidad respecto a que a alguien en el planeta tierra pudiera dolerle algo tanto como a mí me estaba doliendo dar a luz.


Me consoló saber que el parto de Montse había sido difícil y muy doloroso y, aunque finalmente el bebé nació naturalmente, hubo que trasladarla a un hospital. Había una gran solidaridad en ella. Ni Juanjo ni por supuesto mi marido habían sentido en sus carnes lo que yo estaba sintiendo. Montse, sí.


Pedí que me prepararan otra bañera y me metí dentro. Esta vez apenas sentí ningún consuelo, sólo me quedaba gemir y gemir. Montse me trajo una infusión de poleo con miel que tomé con pajita, ya que no podía incorporarme. Debí pasar así una hora más y Juanjo me exploró. Ya estaba en dilatación completa. ¡Qué alivio! ¡Qué poco faltaba ya para ver a mis hijos! Juanjo me dijo que si quería “podía ir empujando”. ¿Empujando? "No tengo ganas", dije. "¿Qué hago? ¿La respiración bloqueada?". "Empuja como quieras", contestó Juanjo. Llené los pulmones de aire y contuve la respiración para que el aire empujara el útero hacia abajo. Era una tontería, no me salía, el cuerpo no me lo pedía. Aunque quería que llegase el expulsivo si no tenía ganas no pensaba empujar.

Yo no vi nacer a mi hija, me pusieron un trapo sobre las rodillas y ella apareció por encima, como asoma un títere por encima de los faldones del teatrillo. No podía imaginarme cómo iban a salir mis hijos de mi vagina. Tenía que visualizarlo pero no podía. Metí los dedos en mi vagina para intentar tocar la cabeza de mi hijo, sentir que era verdad, que estaba ocurriendo, que iba a salir por ahí. Pero mis dedos no alcanzaban la cabeza, eso no iba a funcionar. Sabía que en ese momento más que nunca tenía que “creer” en el parto, convencerme y convencer a mi cuerpo de que mis hijos saldrían por donde tenían que salir. Cada mujer ha de usar sus propios recursos, buscar dentro de sí misma y olvidar lo que dicen los libros. Empecé a llamar por su nombre, en voz alta, al primero de mis hijos, pidiéndole por favor que viniese conmigo.


Entonces me cubrí de un sudor frío y me sentí perdida, ida. El dolor era tan intenso que pensé que no iba a aguantarlo mucho más. Se extendió por todo el cuerpo y pensé que tenía fiebre. Debía moverme pero no sabía cómo. Me puse a cuatro patas pero el dolor era el mismo, llamé a mi marido y me apoyé en él. No, no podía moverme, era peor. Juanjo y Montse insistieron en que aquello “había que moverlo”, así que con mucho esfuerzo me pusieron de pie e hicieron que dibujara ochos con la cadera apoyada en ellos. Tenían que sujetarme los tres. Hice gestos para que me sentaran en un sillón grande que hay en la habitación y lo manché todo de sangre. Había visto a muchas mujeres parir así, recostadas en un sillón o sobre un marido-sillón. Pero no, no pasaba nada, sólo más sudor frío y un dolor insuperable, aplastante. Por él supe que aquello no iba a durar mucho más, porque si duraba mucho más simplemente me desmayaría. Metí mis manos en la vagina y fue como meterlas en un cubo de cola de empapelar: chorreaba gelatina y eso también era un signo de que el expulsivo era inminente.


Decidí sentarme en la silla de partos, más que pensando que mis hijos iban a nacer ya, para “llamarlos”, para “forzar al cuerpo”, para “crear la situación”. Y funcionó, porque apenas me senté se me fue definitivamente la cabeza y empecé a gemir con desesperación, de una forma muy animal, totalmente entregada al cuerpo.


De repente sucedió, una fuerza irresistible, como una ola que te arroja contra las rocas, hizo que la cabeza de mi hijo descendiera por mi vagina. Grité con todas mis fuerzas y cuando pude abrir los ojos vi en el espejo de enfrente mi vulva abierta como una puerta y una cabecita de color gris asomando. No vi nada más hasta que nació mi hijo, porque inmediatamente siguieron dos contracciones brutales, inmensas y el “anillo de fuego”. Cerré los ojos y las pasé berreando colgada del cuello de mi marido mientras Montse me decía que no empujase, que recordase mi periné. ¡Mi periné! En ese momento mi útero había tomado las riendas de mi cuerpo y yo no tenía ningún poder sobre las contracciones. La fuerza de las olas es imparable, sólo puedes dejarte llevar o luchar.


Pero la lucha es inútil, decirme que cuidase mi periné me sonó como si le dijesen a alguien que es lanzado contra las rocas por una ola gigante que ponga cuidado en no lastimarse el cutis cuando choque. Esos movimientos de mi interior eran como si un aspirador gigante tirase de mi bebé hacia fuera y arrastrase consigo mi útero y todo mi ser. Fue algo totalmente invol